Estos tiempos turbulentos de cambios de precios donde podemos encontrar variaciones en los mismos que resultan prácticamente insospechadas, tienen tras de sí el resumen de la visión del negocio del que le está vendiendo algo y, por supuesto, la confrontación contra la realidad individual de cada persona como cliente.
En el ámbito académico se ha buscado encontrar diversos planteamientos para resolver el dilema de si es o no correcto, adecuado, competitivo (donde quizás justo es un adjetivo incorrecto) el precio fijado por el oferente, encontrándonos comúnmente con las tesis como la del costo de reposición de los insumos o del bien o servicio en sí mismo, del costo de reemplazo, del costo de adquisición con determinado margen de ganancia, de precios fijados en moneda dura, de precios indexados a índices de inflación o bien a canastas de consumo, en fin una cantidad enorme de mecanismos de fijación del valor.
Las organizaciones como entes que deben procurar sostenerse en el tiempo disponen de un capital (financiero y humano) que sirven de base para soportar un determinado nivel de operaciones en el mercado. Cuando la inflación inunda a todos los participantes en un mercado, los procesos de fijación de precios antes nombrados no son del todo asertivos en todos los casos ya que no siempre se logra mantener la estabilidad del aporte de dinero hecho por los accionistas y del trabajo realizado por la gente en la confusión general que priva en un ambiente inflacionario. Por tanto los accionistas racionalmente, ante la disolución del valor del capital aportado, procuran recobrar en cada transacción parte de ese capital para sostener poder de reposición en una escala similar de la operación, y la gente casi siempre es diferida o manejada como un elemento de ajuste posterior.
Uno de los caminos que la gente como consumidor evalúa es sostener el poder de compra en moneda dura anticipándose con su adquisición al intercambio comercial, o bien arbitrando entre el precio de lo que ha de comprar en el mercado local y el externo. En por ello que para verificar si existe arbitraje (precios comparados de un bien en dos mercados cuya diferencia es aprovechada para obtener un beneficio) las personas, las organizaciones, deben comparar en los mecanismos de acceso global a la información (Internet) cuanto es el precio local y el precio externo, al cual deben ajustársele los gastos correspondientes a traslados, nacionalizaciones, y demás que permitan equiparar realmente los precios.
Por tanto si todo lo que se compra tuviese un diferencial de precios que se igualará lo interno y lo externo, el asunto se facilitaría mucho. Esto ocurre cuando los mercados están similarmente abastecidos hasta a veces por idénticos proveedores, lo que abate la inflación.
En caso contrario, donde los diferenciales son significativos, lo racional es comparar precios entre lo local y lo foráneo y decidir anticipar o diferir la compra. Existe un claro límite de restricción presupuestaria, lo que conlleva a veces el no poder aprovechar siempre el arbitraje.
Si el mercado tendiera a dolarizarse este arbitraje desaparecería y la economía se estabilizaría. Los participantes en el mercado al cada vez más incorporar en sus transacciones el pago directo en moneda dura, lo que están es forzando este combate al arbitraje. Por el contrario, los cambios diferenciales o los impedimentos al libre flujo del capital, generan inmensos arbitrajes mucho más lucrativos que cualquier otra actividad comercial y a la vez los mayores generadores de distorsión en la racionalidad de la fijación de precios.
* Licenciado en Ciencias Administrativas en Unimet, MBA IESA, profesor universitario en Finanzas y Mercado de Capitales, con experiencia en Finanzas Corporativas, Planificación del Entorno, entre otros.
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