Los algoritmos están de moda. Podemos definir un algoritmo como un programa informático que permite hacer predicciones aplicando un conjunto de leyes de probabilidad a una gran base de datos. Están presentes en nuestra vida cotidiana, como cuando seguimos la ruta de tráfico sugerida por Google Maps, escuchamos una lista de música de Spotify o salimos de compras virtuales por Amazon, y muchas veces nos parece que nos conocen mejor que nosotros mismos. Y es que la tecnología, con su poder de fascinación, nos genera la ilusión de que un sistema informático puede tomar decisiones más eficientemente que un humano.
Tengo mis dudas de que esto llegue a ser así algún día, pero desde luego no ocurrirá en un futuro inmediato. Por tanto, debemos evitar la tentación de lanzarnos a incorporar algoritmos a nuestros procesos de gestión, dado que ya hay todo un mercado desarrollado para diferentes áreas empresariales y por lo tanto es fácil caer en ella. Esto puede ser especialmente peligroso en el mundo de la gestión de personas, puesto que las consecuencias de una decisión sesgada o simplemente de mala calidad pueden ser de gran relevancia para terceros implicados.
Los algoritmos ya se utilizan en áreas como la selección o el seguimiento del rendimiento de algunos trabajos, como es el caso de los call centers. También estiman qué trabajadores son los más propensos a dejar la compañía, o cuáles son los mejores candidatos a puestos de promoción. Los partidarios de esta tecnología señalan los sesgos que tienen habitualmente los gerentes a la hora de evaluar a otras personas, ya sean candidatos en un proceso de selección o miembros de sus equipos que optan a un variable por desempeño. Efectivamente, los humanos estamos muy sesgados por nuestra personalidad, experiencias vividas o presiones sociales.
Ahora bien, no debemos pensar que la tecnología es completamente objetiva. Al fin y al cabo, el algoritmo está programado por un humano; trabaja sobre las reglas y la información de que dispone, que nunca es lo suficientemente completa como para tener en cuenta todas las alternativas posibles. Y, como lamentablemente podemos comprobar cuando nos conectamos a una red social o a una web comercial, pueden estar programados con intenciones claras. En resumen, no son inocentes ni neutrales. Ya se han reportado casos de decisiones tomadas por algoritmos que favorecían a determinados grupos sociales sobre otros; en concreto, hace poco se publicaba el caso de uno que evaluaba peor el rendimiento en un call center de empleados con acento (aunque nativos en el idioma) porque el sistema cometía más errores de comprensión de sus conversaciones.
Aun en el caso de que contásemos con algoritmos que superasen en objetividad a los gerentes, hay un punto fundamental que inclina definitivamente la balanza hacia el humano: la empatía. Un algoritmo no considera que alguien tenga un familiar cercano en un hospital y eso haga que su rendimiento baje durante unos días, o que el comportamiento de dos miembros del equipo se explique por un conflicto latente entre ellos. De todas formas, dado que la implantación de esta tecnología -como tantas otras- parece imparable, y que por otra parte los algoritmos incorporan elementos de análisis que pueden ser muy útiles, por el momento conviene ir a un maridaje humano-máquina en el que la persona se nutra de un análisis previo para tomar sus decisiones.
* Profesora de IE Business School y directora del MBA IE Brown
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