La naturaleza y el objetivo de las empresas privadas es crear valor, a partir de la producción y oferta de bienes y servicios que satisfagan necesidades de los consumidores, buscando capturar la mayor proporción del valor que la sociedad asigna a dichos bienes y servicios, por medio de los mercados a través de los precios, al materializarse intercambios voluntarios entre las partes (por un lado el oferente y por el otro, el demandante).
Destaca el hecho que dichos intercambios resultan voluntarios por el simple y trascendental hecho que constituyen juegos de suma positiva, donde tanto oferente como demandante ganan rentas: por parte de los consumidores, quien adquiere un bien o servicio obtiene un excedente consistente en la diferencia entre su disponibilidad a pagar por dichos bienes asociada al valor y utilidad que le reporta, y el precio que efectivamente termina pagando, mientras que, por el lado de las empresas, estas obtienen el beneficio que se deriva de la diferencia entre el precio percibido por sus bienes y servicios y los costos incurridos para su producción y oferta.
A partir de la proliferación de dichos intercambios voluntarios es que se genera y crea bienestar y riqueza en las sociedades.
Cualquier acción pública -incluyendo abstenerse de actuar en los mercados- no puede si no partir, cuando menos, de la presunción de eficiencia y bienestar de la relación libre y voluntaria entre oferentes y demandantes. De hecho, dado que el intercambio voluntario resulta creador de riqueza y expande el bienestar de la sociedad y la de sus individuos, la función del Estado debería ser fomentar y facilitar dichos intercambios voluntarios, y no entorpecerlos.
Sin embargo, el ejecutivo nacional ha anunciado la “venta supervisada” y ha pretendido justificar la intervención y ocupación de empresas señalando infundadamente y sin que medie procedimiento administrativo, debido proceso ni derecho a la defensa de las empresas, en una supuesta “especulación de precios”.
A lo anterior habría que añadir lo que el título del presente artículo apunta y denuncia: en materia de interés económico general, es decir, en lo que respecta al bienestar de toda la sociedad, la población y los ciudadanos venezolanos, debemos contar con instituciones que nos protejan de los eventuales despropósitos, la incompetencia y el oportunismo político lesivo.
En este sentido, sin enarbolar los eventuales legítimos intereses, derechos y libertades económicas de las empresas, la sociedad en su conjunto, y los consumidores finales en específico, deben contar con instituciones públicas y regulatorias robustas, cuya gestión no pueda ser vulnerada cuando no se encuentre plena y correctamente justificado, no sólo por los riesgos distorsionantes innecesarios, sino por el hecho que las instituciones y recursos públicos cuentan con costos de oportunidad en usos alternativos que la sociedad venezolana ha estado demandando a lo largo de al menos últimos 15 años.
Dicho todo lo anterior, el estado venezolano debe responderle a la sociedad venezolana la interrogante: ¿a qué obedece la política de “ventas supervisadas”? ¿cuáles son las distorsiones y fallas de mercado que previo análisis, comprobación y eventual procedimiento administrativo justifican dichas acciones públicas, así como la limitación de los derechos y libertades de los agentes económicos que conforman la sociedad venezolana?
De las declaraciones de los altos jerarcas del gobierno pueden desprenderse algunas preocupantes hipótesis, así como conclusiones incontrovertibles. El vicepresidente sectorial para la Economía habría señalado que dichas acciones de ocupación y ventas supervisadas responden a la especulación en precios y a que han incluido los productos de las empresas objetivo de dichas acciones en el sistema de distribución pública CLAPs.
Respecto a la supuesta especulación, según parecen denunciar las empresas que han sido objeto de las acciones del gobierno, no habría precedido análisis ni procedimiento que, resguardando el debido proceso, validara alguna tesis o estándar de prueba referido a prácticas abusivas, específicamente basadas en precios que estuviesen lesionando al interés económico general.
En una economía inflacionaria producto de los desequilibrios macroeconómicos, que son responsabilidad del gobierno, y ante la situación económica extraordinaria a raíz de la pandemia, no existe evidencia o explicación sobre qué entiende efectivamente el ejecutivo nacional por especulación y precios excesivos (cuáles son sus umbrales, threshold o tests) y con cuánta evidencia cuenta sobre una supuesta especulación, más aún cuando no se estaría contando a la fecha con precios regulados o acordados vigentes y actualizados, ni se puede alegar acceso a divisas preferenciales de origen público.
En este sentido, respecto a los señalamientos sobre especulación, sin que medie el debido proceso, como justificativo para tomar acciones regulatorias de control, ocupación y ventas supervisadas sin que se satisfaga estándar alguno sobre supuestos precios abusivos, hemos escrito muchísimo con anterioridad y sólo diremos que resulta incontrovertible el hecho que en Venezuela el estado de derecho y el debido proceso brillan por su ausencia.
Sin embargo, en esta oportunidad, nos interesa señalar una arista “nueva” que se desprende de las declaraciones realizadas por el vicepresidente sectorial para la Economía, quien según los medios de comunicación habría asegurado que los productos de las empresas ocupadas y “supervisadas”, estaban siendo incorporados al sistema público de distribución de productos CLAP.
Dicha arista consistiría en responder a la pregunta de si para la sociedad venezolana las empresas privadas representan una alternativa de producción, distribución y oferta de productos más eficiente que la “alternativa” que estaría imponiendo el gobierno, su distribución y oferta por medio del sistema público.
Lo primero que habría que decir al respecto es que en mercados de bienes privados de consumo privado potencialmente competitivos -sin mayores fallas de mercado como monopolio o externalidades- los precios de mercado implican la combinación de cantidad y precios que maximiza el bienestar social, vaciando al mercado y imposibilitando fenómenos como el desabastecimiento. Lo anterior ocurriría del libre intercambio entre oferentes -empresas privadas- y los consumidores finales.
Ahora en situaciones excepcionales, supongamos como la actual de pandemia, cuando puede producirse un aumento en la demanda de ciertos productos o rigideces en la oferta, el precio de mercado igualmente ajustaría la oferta y la demanda, llevándolas a equipararse.
Si la alternativa de mecanismo de asignación de bienes y recursos al mercado lo constituye un sistema público con sesgos y prejuicios en contra del ajuste de los precios al alza, se presentarían dos temas. El primero, que justamente un margen positivo o superior constituye el mejor incentivo en términos dinámicos a la expansión de la oferta por parte de las empresas instaladas o en favor del ingreso de nuevos oferentes. En este sentido, imposibilitar dicho mecanismo de incentivos, vía precios y márgenes, dificulta o imposibilita la expansión de la oferta.
El segundo tema lo constituye cuál será el criterio de racionamiento que utilizará el sistema público, una vez que está generando una brecha entre la demanda y la oferta.
Siendo que el criterio de mercado, normalmente vía precios, garantiza que aquellos consumidores que valoran más el bien tengan acceso al mismo, lo que se alinearía con el interés de la empresa privada de crear el mayor valor en el mercado y buscar capturar el mayor porcentaje de participación -de nuevo ante ausencia de monopolio-, y garantizaría maximizar el bienestar social; un mecanismo alternativo, distinto, comprometería el bienestar social.
Asimismo, siendo que las empresas privadas han desarrollado a lo largo de su historia importantes activos intangibles como sería su red de clientes, así como sistemas sofisticados de logística y franquiciados, cabría preguntarse si el sistema público, por un lado tendría el alcance del primero y, por el otro, cuál sería la composición de su demanda atendida. Respecto a este último punto es que radica una preocupación importante.
El objetivo del gobierno sería, en detrimento del bienestar social, creando desabastecimiento producto de su política de rezagos en los ajustes de los precios, con una oferta relativamente rígida en el corto plazo, imponer un sistema público de racionamiento y asignación con fines políticos en su favor.
Todo lo anterior ha obviado una arista adicional en detrimento del sistema público de oferta, la cual consiste en el hecho que, dado que dicha alternativa suprime al mercado como mecanismo de asignación de los recursos por parte de la sociedad (vía interacción entre la oferta y la demanda), y dado que la política CLAP es impuesta (la oferta, su composición, cantidad, calidad y sus características están definidas burocráticamente), desaparece la soberanía de los consumidores y la posibilidad de que estos disciplinen a aquellos oferentes que no orienten su producción y oferta de forma eficiente a satisfacer los gustos y preferencias de los consumidores y hogares.
Dicho sistema resulta socialmente indeseable, por constituir un secuestro de las instituciones públicas que termina limitando la capacidad que la sociedad tiene de alcanzar estadios de mayor bienestar social, imponiendo artificialmente una sociedad suma cero en términos de quiénes terminarán siendo beneficiados por la decisión burocrática de acceso a los bienes.
* El autor es economista egresado de la Universidad Central de Venezuela
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